Nostalgia
Leí de nuevo lo último que me escribió. Traté de imitar el tono de su voz en mi cabeza y me hizo gracia. Intérprete las comas y las pausas y hasta me imaginé cómo se escucharía su respiración acompasada tratando de tomar impulso una y otra vez para seguir con su relato. Era tan bonito oírlo hablar, era tan bonito verlo mover sus manos a la par de sus palabras y era tan bonito interrumpir sus soliloquios con besos. Era tan bonita la vida con él.
Leí y releí su último mensaje y no pude evitar concentrar toda mi atención en la palabra que resumía todo lo que quería decir: nostalgia. Era un texto largo y lleno de conflictos gramaticales, pero más que nada era una oda a la melancolía de lo que se tiene, lo que se anhela y lo que no se puede tener. Yo clasificaba en todas y cada una de las categorías y eso, al final de cuentas, era una desgracia de proporciones épicas.
Hay algo mágico en todo ese asunto del romance y son precisamente las memorias que nos devuelven a esos momentos irreemplazables que vivimos alguna vez. Traté de convencerlo con mis retahílas de alquimista de que valía la pena una y mil veces acumular esas memorias, que serían más valiosas que cualquier tesoro de este mundo, más extensas que el océano y más fértiles que cualquier lugar de la tierra. Pero intentar convencer a un terco obsesivo de cualquier idea que vaya en contra de su propia determinación es como tratar de cubrir el sol con el dedo pulgar.
No me creyó. Y no me creerá jamás, aún con lo bonita que era la vida juntos, o lo bonita que podría ser. Le ganó la nostalgia y prefirió quedarse con ella sin importarle la ceguera y la impotencia de las decisiones precipitadas que se toman desde la amenaza profusa de una realidad tajante que nos cala hasta los huesos: estamos lejos, los cuerpos nuestros le pertenecen a otros y las almas apenas se rozan a ratos cuando nos dejamos llevar por la esperanza e ignoramos lo que nos tocó vivir. Los raticos en los que nos amamos de lejos, amarrados del hilo rojo del que tanto hablan las postales de internet.
Leí de nuevo y recordé la canción que sonaba el día que corrí a su encuentro: “Te lo digo cuarenta y tres veces a que no me sueñas... que tú no puedes olvidarme, corazón. Porque tenemos recuerdos para llenar las penas...” y es que me aferré tanto, pero tanto...
Leyendo entendí que tenía razón, siempre fue el más elocuente de los dos. Ya no podremos tenernos y no hay manera de cambiarlo. Es la justicia de los amores furtivos que se cuecen a fuego a lento pero que cuando arden arrasan con todo y no dejan nada a su paso, solo la nostalgia de lo vivido, eso que nos acompañará por siempre.
Leí y releí su último mensaje y no pude evitar concentrar toda mi atención en la palabra que resumía todo lo que quería decir: nostalgia. Era un texto largo y lleno de conflictos gramaticales, pero más que nada era una oda a la melancolía de lo que se tiene, lo que se anhela y lo que no se puede tener. Yo clasificaba en todas y cada una de las categorías y eso, al final de cuentas, era una desgracia de proporciones épicas.
Hay algo mágico en todo ese asunto del romance y son precisamente las memorias que nos devuelven a esos momentos irreemplazables que vivimos alguna vez. Traté de convencerlo con mis retahílas de alquimista de que valía la pena una y mil veces acumular esas memorias, que serían más valiosas que cualquier tesoro de este mundo, más extensas que el océano y más fértiles que cualquier lugar de la tierra. Pero intentar convencer a un terco obsesivo de cualquier idea que vaya en contra de su propia determinación es como tratar de cubrir el sol con el dedo pulgar.
No me creyó. Y no me creerá jamás, aún con lo bonita que era la vida juntos, o lo bonita que podría ser. Le ganó la nostalgia y prefirió quedarse con ella sin importarle la ceguera y la impotencia de las decisiones precipitadas que se toman desde la amenaza profusa de una realidad tajante que nos cala hasta los huesos: estamos lejos, los cuerpos nuestros le pertenecen a otros y las almas apenas se rozan a ratos cuando nos dejamos llevar por la esperanza e ignoramos lo que nos tocó vivir. Los raticos en los que nos amamos de lejos, amarrados del hilo rojo del que tanto hablan las postales de internet.
Leí de nuevo y recordé la canción que sonaba el día que corrí a su encuentro: “Te lo digo cuarenta y tres veces a que no me sueñas... que tú no puedes olvidarme, corazón. Porque tenemos recuerdos para llenar las penas...” y es que me aferré tanto, pero tanto...
Leyendo entendí que tenía razón, siempre fue el más elocuente de los dos. Ya no podremos tenernos y no hay manera de cambiarlo. Es la justicia de los amores furtivos que se cuecen a fuego a lento pero que cuando arden arrasan con todo y no dejan nada a su paso, solo la nostalgia de lo vivido, eso que nos acompañará por siempre.
Sin querer.
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