Columpio
En cuanto abrí los ojos y la verde inmensidad me cobijó, recordé por
qué un día deseé tener las piernas más largas. No sé cuánto tiempo pasa desde
que comienzo a mecerme, pero cuando voy de un lado a otro, sentada en columpio,
pierdo la noción del tiempo y me siento viva.
Balancearse en un columpio es como estar enamorado; el vaivén, la
lucha, el vacío en el estómago. Ir y venir, navegar sin sentir el suelo bajo
los pies; la inercia que te lleva, la vida que trae, el sacudón inevitable, el
cabello al viento, el miedo de caer, las ganas de botarse sin medir
consecuencias, sin pensar si va a salir bien o si al final resultaremos lastimados.
Balancearse en un columpio es como un buen orgasmo; con las pausas y
el impulso, la esperanza en movimiento y el impacto de estar, de estrellarse
con el aire, de atrás hacia delante, de adelante hacia atrás, cada fibra del
cuerpo despierta, atenta, ajena, impasible, sublime… en el abismo de las ganas
y propensa a caer. Esa disputa con el deseo que nos hace creer por un breve
instante que tenemos alas y somos capaces de volar.
Balancearse en un columpio es como tener el milagro de la vida en las
manos y aferrarse a él como si no tuviéramos un mañana, la madre que amamanta a
su hijo, esa conexión con la tierra, abrazar un árbol y hacerse uno con el
universo… la alquimia, la magia, el poder y la esencia, estar a punto de todo…
de girar, de caer, de morir, de perder, de ganar.
En cuanto abrí los ojos y me inundó el olor a hojas nuevas, la risa
escandalosa de los niños y el aire en mis pulmones, en cuanto sentí el
incipiente rayo de sol colándose a través de los árboles, calentándome el alma…
justo en ese momento, me sentí infinita.
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