Todo es culpa de Nietzsche.

Siempre hay un poco de locura en el amor. Pero también un poco de razón en la locura”. Esa fue la frase que recibí al final de la tarde en un mail cuyo asunto decía algo como Te tengo la frase del día. Obviamente, fue gracias al doodle de Google que me enteré del aniversario del nacimiento de Friedrich Nietzsche, porque siendo honestos, no es una fecha que tenga marcada en mi calendario. Y estoy segura que mi amiga, la del mail, tampoco. Sin embargo, ella sabe perfectamente cómo iniciar una buena charla conmigo, sencillamente porque conoce el 80% de mis lados débiles y esculcarme la lengua como diría mi mamá, se ha convertido en una especie de hobby para la gente que me rodea.

Para su buena fortuna, habían sido precisamente razón, emoción, amor, cordura y locura mis palabras favoritas durante el fin de semana. Especialmente porque razón y emoción han desatado una especie de guerra de egos donde las dos están desesperadas por salir victoriosas y arrastrarme con ellas sin vergüenza alguna, llevándose por delante a la cordura y a la locura por igual hasta convertirlas en una masa demencial de contradicciones como una bola de nieve que se va llenando de los miedos, las excusas, las probabilidades, los anhelos y la posibilidad de hacer otro de esos ridículos que lo deja a uno exhausto y aburrido como un orgasmo inducido y sin ganas.

Claro que sí, al pobre Nietzsche y a uno que otro erudito amateur les debe parecer que el disparate de hoy es demasiado convencional, repleto de clichés y lugares comunes, escrito por una niña para que sea leído por niñas. ¿Y qué se puede esperar?, soy una mujer que disfruta contando cosas sin mucho sentido, usando un montón de palabras rebuscadas, cuando debería tomar el toro por los cuernos y hablar frente a frente con quienes inspiran sus escritos. Pero como todos sabemos que eso no va a suceder (porque esto, como todo en mi vida, es pasajero), la única evidencia de que tantas emociones han pasado por aquí está en escribir sobre aquello que en algún momento me importó o me importa, por pequeño que sea. Así me queda la certeza de sentir, de haber sentido, de estar viva.

Hoy me voy a poner romántica, ¡Qué más da! Si es que cuando se trata de amores, yo soy toda emoción. En ese aspecto, mi lado racional sufrió alguna clase de trastorno de personalidad en su niñez y se cree emoción de vez en cuando. Pero ahora que ambos son adultos, emoción y razón no quieren jugar del mismo lado aunque siguen como imbéciles pretendiendo engañarse mutuamente para ver quién se queda con la locura, porque a la cordura, al parecer, nadie la quiere. Y con tanta elucubración sin sentido alguno, he descubierto otra de esas facetas escabrosas de mi personalidad: o soy bipolar o tengo un alter ego adolescente que perdió por completo la cabeza.

El problema es que la loca (mi alter) tiene el cinismo de creer aún, de soñar, de ilusionarse y lo peor… de enamorarse. Esta vez la víctima (¿o victimario?) es un pobre mortal con un cúmulo de manías y rarezas que hacen las delicias de la emoción y están sacando de quicio a la razón. Tal vez sea porque sus abrazos son efusivos, o porque sus ojos tienen ese tonito verde oliva que uno no puede obviar y ya, o porque siempre tiene una sonrisa honesta y una variedad de frases construidas y momentos de delirio que obligan a prestarle atención se quiera o no. Es un poco de todo: su descaro, su visión bizarra de la vida, sus juicios, su torpeza. El lado racional analiza cada detalle y se regodea en horas de conversación mientras la emoción vibra en el abdomen como en el peor de los ataques de amebas, amarrada a  una silla con lazos que penden del diafragma y con un pedazo de tela en la boca tratando de callar los aullidos de su corazón, porque la emoción por supuesto, en este desvarío, tiene su propio corazón, uno que se engaña con utopías y se mantiene firme ante la probabilidad.

Mi alter da brinquitos cuando ve pasar al pobre tipo y deja que la emoción se apodere de cada terminación nerviosa en cuanto lo tiene cerca. Provoca la ocasión y engaña a la razón diciéndole que todo va a estar bien, que no hay nada de qué preocuparse porque seguramente al final ella ganará la contienda. Ya ven que mi razón es bastante obtusa y pagada de sí misma, porque le cree. Y mientras tanto la emoción va por ahí haciendo de las suyas, encontrando aliados insospechados: la providencia, la casualidad, la causalidad. Mantiene distraída a la razón con una pila de reflexiones ridículas y aprovecha para convencer a los dedos para que hormigueen al topárselo de improviso, persuadir a las glándulas sudoríparas para que olviden el autocontrol y al mecanismo que maneja las sonrisas involuntarias para que desconecte el cable que las ata a la razón y así aparecen cuando no deben, más de la cuenta y casi por todo.

La razón sigue preparando su patético discurso de huída mientras la emoción arma sindicato con cada vello del cuerpo para que reaccione ante la más mínima mueca y le pide ayuda a la máquina de los suspiros para andar a toda marcha cada vez que la razón se descuida y en un instante de vulnerabilidad se permite recordar lo mucho que le gusta verlo arrugar la nariz cuando discute, o el movimiento de sus manos al hablar… o simplemente la forma en que toma el esfero para escribir. Tonterías de esas.


Cuando la razón reacciona ya es muy tarde. Con el agua hasta el cuello atina a sacar del bolsillo el último de sus argumentos: bien puede la emoción seguir bebiéndose la locura a sorbitos y escondiendo a la cordura bajo el tapete. Al final, en este juego la razón tiene ventaja… la emoción no conoce a Nietzsche.

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