Me enamoré de un hombre casado.

La televisión y uno que otro libro nos vendió la idea del romance perfecto que comienza con un había una vez y termina con un felices para siempre. Dos seres que aún sin conocerse tienen escrito un destino juntos que puede predecirse desde la primera escena. Sin embargo, la realidad que yo conozco dista mucho de esa imagen. Sí, yo escribo novelas, las más románticas y las más utópicas porque me gusta el romance, me gusta el amor leído, el amor escrito, el amor que se hace y se deja hacer, pero esta teoría del inicio-nudo-desenlace que viene en una plantilla no me convence, y ahora menos que nunca.

Podría empezar diciendo que, después de dos noviazgos formales y varios años manteniendo una postura radical conservadora sobre el respeto por el cuerpo y por las relaciones ajenas, después de criticar a quienes buscaban lo que no se les había perdido en los lugares equivocados y de escupir para arriba diciendo que no podía hacerle algo a alguien que no quería que después me hicieran, después de tantos ires y venires, me enamoré de un hombre casado.

Tal vez no es nada nuevo. Hace algún tiempo escribí una serie de sinsentidos, con numeración incluida, en los cuales claramente hacía referencia a un hombre ajeno. Básicamente porque cada párrafo marcaba el énfasis en la ironía que lo hacía ajeno y estaba causando bastante dolor; el lamento de una adolescente que sufre por su primer amor de colegio. Honestamente, era algo muy platónico. Lo veía tan inalcanzable, tan adorable, tan encantador y tan prohibido que empecé a idealizarlo. Curiosamente, tiempo después ese ideal desapareció en la premura de un par de besos insípidos que arrancaron de raíz cualquier rastro de enajenación. La vida me cambió. Todo lo que construí a su alrededor se esfumó y no solo quedó el mal sabor de la decepción sino que la ironía de que los hace ajenos dejó de ser un motivo de lamentos y culpas.

Sin embargo, no fue él de quien me enamoré, fue otro. Aún recuerdo la primera vez que sentí de forma patente cómo se me helaba la sangre con un abrazo. Bonito juego de palabras ese, un abrazo abrasador, ya saben, el hielo también puede quemar. Y con todo eso, fue la primera vez que puse todas las cartas sobre la mesa y la importancia de los dos noviazgos formales y mi radicalismo conservador se redujeron a prácticamente nada. Lo amé. Ha pasado suficiente tiempo para afrontarlo, asumirlo y decirlo sin que se me estrujen las vísceras y me falte el aire. Bueno, aún me falta un poquito el aire cuando su nombre ronda una conversación por más de cinco minutos, pero creo que es parte de la rehabilitación.

Créanme, no es nada del otro mundo. Cierto atractivo, cierto encanto, cierta manerita de decir las cosas y de jugar con las palabras, muy sugestivo a veces, muy obvio tal vez, pero nada más. Ni siquiera me dio tiempo de idealizarlo ni de verlo adorable o fascinante, solo lo vi, así, escueto, sin limitación alguna, desnudo en cuerpo y alma y con todo el cliché que eso amerita, me lancé al abismo psicodélico de sus besos y por un breve instante olvidé que no era una ironía lo que lo hacía ajeno sino un anillo dorado que le rodeaba el dedo anular y que la imagen del pequeño niño de la foto que cargaba en la billetera me iba a acompañar el resto de mis días. Me olvidé de todo eso y sucumbí. No soy una niña pequeña, lo sé, tampoco soy un ser malicioso ni estratega que se pasa la vida pensando cómo destruir a los demás, pero bien dicen que no se deben hacer cosas buenas que parezcan malas, y no estoy diciendo que haya sido algo bueno ni malo, simplemente es algo de lo cual no me arrepiento, algo que me puso frente a frente con mis propios demonios, con los miedos más arraigados en el subconsciente, con cualquier trauma de infancia que mi mente hubiera suprimido y con la necesidad imperiosa de respirar el mismo aire para sentirme viva y feliz.

Después de eso, las cosas fueron tal y como tenían que ser, pues así como hay una plantilla para las historias de amor perfectas, un había una vez que acaba con un felices para siempre, también hay un no juegues con fuego que acaba con un te vas a quemar. Y así fue. La diferencia está en que, mientras el amor perfecto es apoyado con pompones y carteles por quienes te rodean, el otro es rechazado, juzgado y señalado porque está absolutamente prohibido poner los ojos en donde alguien más ya los puso. Y de alguna manera estoy de acuerdo, es decir, tiene sentido ¿no?, si creyera en el pecado sería el de la codicia, pero creo en el karma que no está muy lejos de parecerse, y sé que no fue precisamente buen karma el que acumulamos los dos. Al final, siguiendo el libreto y nuestra propia plantilla, él le dio la razón al mundo y me dejó de pie en una tabla de un metro por un metro en medio del mar. Por muchos meses naufragué a la deriva de mi propia conciencia y no hubo nada alrededor más que oscuridad y silencio. No podía llorar porque no tenía defensa, no podía defenderme porque ya no me quedaban lágrimas, no podía juzgar porque no me quedaba sensatez y no podía mirar al cielo porque me encontraba con la lluvia de todo lo que escupí. Escribí unas cinco o seis cartas al vacío que fueron mi única compañía durante el exilio y cada frase ahondaba en las heridas en las noches como un puñal con rastros de sal, pero cicatrizaban milagrosamente al amanecer. El mismo baile una y otra vez por varios días y es inevitable acabar convertido en una estatua de mármol con la sonrisa dibujada y las entrañas vacías.

Un día simplemente llegué a tierra firme, sola y por mi propia cuenta. No vino nadie a rescatarme y de hecho, no hubo necesidad. Discutí un poco con Dios en el camino y luego nos arreglamos como lo hacen los buenos amigos, así que cerré el capítulo y continué con mi vida. Doblé las sábanas de esa historia, archivé los documentos que contenían su nombre, sus miradas fascinantes y sus pies de páginas, escondí su sonrisa cínica y deliciosa bajo el tapete del hipotálamo y di un paso adelante.


No soy la misma, es verdad. No hay radicalismos ya, ni actitudes conservadoras, ni mucho criterio para juzgar los actos de los demás. Pero todo es una gran enseñanza, todo es aprendizaje y para eso hemos venido a este mundo, para colisionar unos contra otros, para converger y dejar que se nos filtre el amor por los poros y nos contamine la sangre. A veces extraño un poco eso, la sensación de hormigueo y las punzadas en el vientre cuando lo veía, sentirse atractivo, brillante, vivo… era divertido y romántico a veces. De cualquier modo iba a terminar convertida un poco en esa mujer que la sociedad clasifica y observa de lejos con esa mezcla lastimera de repudio y pesar, así que ahora no tengo afán ni una ficha técnica con condiciones y restricciones para participar en una nueva contienda. Solo me dejo llevar, dejo que la vida fluya y no le pregunto al mundo lo que opina sobre mi vida, mis actos y mis sentimientos. Siento y ya. Beso y ya. Amo y ya. Me quedo en el instante con el hombre que me robe el aliento, me confronte las dudas, me abrigue en sus ojos, me diga que todo va a estar bien, aunque sea por media hora, y que al cerrar los ojos condense todo mi universo, y ya.

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