Confesión
Tenía todo listo: guantes, algodón, desinfectante, gasas, esparadrapo y vendaje. Felipe no volvió a pronunciar palabra mientras ella lo movía despacio como un muñeco de trapo para ubicar cada cosa. De hecho, ni siquiera abría los ojos, lo cual le hacía pensar a Silvia que el dolor estaba siendo insoportable, así que trató de ser lo más rápida y eficiente posible, algo que no le costó mucho trabajo pues ya se había convertido en una experta después de ver cómo lo hacían en el hospital durante el tiempo que Felipe permaneció allí.
Obviamente, las enfermeras con él eran más diligentes y atentas de lo que debían ser, pero ella siempre estuvo con ojo avizor para no perderse ningún detalle del procedimiento, aunque en el fondo sabía que estaba cuidando algo más importante que los meros detalles. Y esa tarde, aunque mareada con el olor de la mezcla de alcohol antiséptico y el desinfectante, entendió por fin que realmente no había tenido mucho por qué preocuparse en el hospital, que las manos de las enfermeras no iban a llegar más lejos de lo que ella podía llegar en ese momento, que las miradas coquetas de las jóvenes vestidas de blanco jamás podrían capturar esa esencia que sin querer aceptarlo, siempre había sido suya.
Mientras rozaba suavemente su piel con el algodón empapado y lo envolvía en los vendajes, aún con los ojos cerrados, tuvo plena convicción de la magnitud de ese descubrimiento: tanto la vida desmoronada que tenía en sus manos, como el atlético cuerpo lleno de contusiones que la cubría, eran y serían para siempre completamente suyos.
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