El día en que le pusieron precio a mi vida...
– Monita, regáleme cien pesos - sus palabras como puñales.
– No tengo.
– Tengo la navaja en la mano, monita. Regáleme cien pesos o la chuzo.
– No tengo.
– Tengo la navaja en la mano, monita. Regáleme cien pesos o la chuzo.
¿Cuál navaja?, ¿cuál mano?, ¡Mierda!, ¡Esa mano! Una mano negra, literalmente negra, allí la vi, lo miré a los ojos y mi corazón dio un vuelco.
– No vaya a correr o la chuzo; cien pesos y no le hago nada.
Ahora todo era tan claro y tan confuso a la vez. ¡Qué bien! Una persona X en una ciudad X y en una calle X, le había puesto precio a mi vida. Mi vida valía cien pesos. Minutos antes –dichosos minutos– le había dicho al objeto de mi afecto, lo glorioso de ir caminando por Chapinero, celular en mano –insisto, dichosos minutos “antes” – y pisar un billete de mil pesos frente a un bar justo al lado de la universidad. ¡Golpe de suerte! Pues sí, si es un golpe de suerte cuando vas caminando y divagando como siempre y de pronto puedes ser tú mismo quien le ponga precio a tu vida. Mil pesos, no señor indigente, ¿cómo se le ocurre a usted semejante insolencia? Yo puedo aumentar la oferta por mi pellejo. El celular parecía palpitar dentro del mismo bolsillito de las monedas y por un momento sentí pánico. Sólo entonces tuve certeza de lo grande que es la soledad… la física y la emocional.
– Si sale a correr, se la clavo.
Esta vez fue mi golpe de suerte el que hormigueó en el bolsillo trasero del pantalón. El pedía cien, yo le di mil, el tenía hambre –creo– yo tenía miedo; el reclamaba mi vida por un pedazo de pan, yo quería tiempo… tiempo de reacción, tiempo de luchar, tiempo de ver a mi hermano y a mi mamá, tiempo para besar al niño que me gusta, tiempo de terminar otro libro, de escribir más poesía. El objeto metálico brilló en su mano, los mil pesos tan doblados como los hallé, él estiró la mano libre – “Gracias monita” – y se fue, dejándome intacta por fuera. Pero no sólo se llevó mi cachito de suerte, lo único que llevaba a la mano para salir del paso… se llevó el último rastro de confianza que me quedaba en la gente. Pero viví para contarlo, estoy aquí narrándolo a medias, bañada en llanto por el pequeño susto y con la tranquilidad de que Dios puso ese billete en mi camino… lo iba a necesitar.
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