Confesiones de Sobremesa
“Estoy muy cansada” pensó mientras dejaba su chaqueta en el perchero y su corazón sobre la mesita del teléfono. Trataba de organizar sus ideas, pero cada vez que procuraba ser coherente, una ráfaga de incertidumbre la invadía y, de un momento a otro, se convertía en esclava del recuerdo de aquel último beso, marcado por el desasosiego y un poco de frustración. Un tiempo atrás, no muy lejano por cierto, soñó con que algún día sería una mujer felizmente casada y con una familia para mostrar (dos niños, un perro, una casa con jardín), sería una mujer como cualquier otra, tan feliz como las amas de casa que en su realidad no conocía, como las que salen en los comerciales de las sopas y el detergente, las que cantan cuando cocinan, cuando lavan, cuando preparan el jugo y que tienen un marido increíblemente guapo que siempre está contento con el olor de la casa (sin importar si huele a desinfectante o a guisado de pollo). Creyó en el futuro sin complicaciones en su elección sin desaciertos y en el príncipe azul con tintes naranja por quien se hubiera jugado la vida con los ojos cerrados. En un principio, su partida produjo una ligera tristeza, pero se fue atenuando poco a poco y fue reemplazada por una emoción diferente y quizás más propia de su naturaleza: La libertad. Detrás del temor al fracaso o a la soledad, se dio cuenta de la perfección de su nueva realidad y se dedicó a descubrirla, a develarla y a idolatrarla tanto o más que cuando se le escapaba una lagrimilla con tanto amor desbordante en el pasado. Pero tanta revelación junta, sólo traía como consecuencia una verdad irrefutable: Niña, entregar el corazón no es tan fácil, y mucho menos si quieres conservar “ciertos” beneficios después. ¿Qué podía significar eso? ¿Que no debía entregar su corazón otra vez? ¿Que no debía ponerlo en un escaparate al alcance de cualquiera? ¿Acaso no debía confiar en nadie? De un momento a otro, casi en un abrir y cerrar de ojos, estaba en una encrucijada. Necesitaba decírselo a alguien por que en su casa le habían enseñado que tragarse las cosas enferma, y de la misma forma, odiaba con todas sus fuerzas esa nueva condición libertaria y post-traumática, pensando más de lo necesario, llorando más de lo debido y durmiendo menos de lo esperado. Añorar, esperar, odiar, amar, suspirar, perder y reintentar eran ahora sus versos favoritos.
“Si, estoy muy cansada” repitió frente al espejo mientras se quitaba el maquillaje en la soledad de su habitación. Esa decisión de irse de la casa que tan apresurada le pareció a su padre, ahora la dejaba en vilo y peleando únicamente con las sombras. ¿Cansada de qué? De luchar contra su propia naturaleza, de negarse las cosas, de seguir tarareando canciones de amor a la luna, de buscar entre sus recovecos las excusas más inverosímiles para explicar y defender su conducta de los últimos días, cansada de entretenerse mirando a las musarañas mientras su mente rememora hechos que su sentido común debería mantener al margen de su razón. Cansada de la urgencia, la necesidad, las ansias, el dolor en el pecho y de no poder controlar las mariposas, esas que tanto odia, a las que tanto teme y que se estaban apoderando de su aparato digestivo con su revoloteo cadencioso y mortal, y por un momento… lo extrañó, pero no a él, sino a esa sensación de paz y tensa calma que ocupaba el espacio cuando ambos veía el mismo cielo y el futuro les pertenecía a los dos, algo utópico. Ya se sentía muy mayorcita para las pasiones de la adolescencia, pero estaba a punto de sucumbir en un juego perverso y letal en el que ya se había untado hasta el cuello. Sin embargo, tampoco se sentía lo suficientemente adulta como para abandonar sus anhelos de rebeldía, sus adicciones de juventud, su meta de irse hasta la Patagonia mochileando y su necesidad de niña de estar preguntando por qué esto, por qué aquello, por qué lo de más allá. Mientras se limpiaba los rezagos de rímel de las pestañas, comprendía que el cansancio venía del hecho de estar viviendo con el peso del limbo en el que ahora estaba, estrecho y fangoso, lleno de ilusiones efímeras, fantasmas que aparecen y desaparecen y cundido de esas mariposas con efecto laxantes que le eran imposibles de controlar. Pensó en sus amigas, las más cercanas a su corazón a pesar de la distancia, y entendió que no era la única en esta situación.
Cuando se fue a dormir, no prendió las luces y mucho menos el televisor. Se acostó boca arriba y un par de zancudos revoloteaban cerca del bombillo del centro de la habitación, pero a ella le pareció que, más que moverse… danzaban, y peor aún… danzaban juntos, en equilibrio, convivían sin que uno invadiera el espacio del otro y viceversa. Se estremeció con esta certeza… “Si los zancudos pueden….”. Se entretuvo de nuevo y divagó, divagó antes de dormirse y comenzar a soñar. De tanto que le había dado vueltas al mismo asunto durante todo el día (algo bastante absurdo para el caso, pues evidentemente SOLO ELLA dedicaba su tiempo a lo mismo), soñó de nuevo con los rezagos de su pasado y con ese presente al que ya comenzaba a temerle. En el sueño hubo un muerto, un bebé, dinero, sangre y por supuesto, en consecuencia… nauseas y estupor. Se despertó a las tres de la madrugada bañada en sudor y decidió que lo mejor era no dormir. Si ya de por sí cuando estaba despierta tenía pesadillas, ¿qué mas da?, al menos así las puede controlar… un poco.
Recorrió el amplio espacio con la mirada una y otra vez y lo único con lo que se encontró fue con la oscuridad ficticia de la noche y un par de tenebrosas sombras, las cuales milagrosamente correspondían a la proyección de la mesa del televisor y del montón de ropa sobre la silla. Sonrió. ¿Por qué era tan difícil que hubiera equilibrio entre lo que quería hacer, lo que sentía que debía y lo que era parcialmente correcto?, ¿por qué temía encontrarse con esa “otra ella” que le pedía a gritos ceder o escapar de una vez por todas?, ¿por qué le movía aún el piso el simple hecho de que un pseudo desconocido la invitara a cenar?, ¿cómo daba crédito a la certeza de desear con la misma fuerza estar sola como estar acompañada?, ¿por qué en el Arca de Noé tenían que estar de a dos?, ¿qué hay de malo en ir de a uno?, ¿qué tal de a tres?; ¿por qué pretender que otros sean y se comporten como ni siquiera ella podía y sabía hacerlo?, ¿por qué le había atribuido cualidades inexistentes a tanta gente, y no había reparad en luchar jamás por imponérselas a sí misma?, ¿por qué sentir miedo de la soledad y a la vez aferrarse a ella?
¿Por qué no podía dormir, si su mente seguía repitiendo lo mismo: “estoy muy cansada”? ¿Por qué tenía que darle la razón a todos los que la conocen y viven diciéndole que parece un libro abierto?
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